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jueves, 5 de enero de 2012

Sobre la aversión española al concurso de acreedores


Me encuentro en Nada es Gratis una reciente e interesante entrada de Marco Celentani y Fernando Gómez. Su contenido afecta al tratamiento normativo del concurso. Bajo el título Por qué y cómo reducir el castigo concursal a los emprendedores, ofrecen una llamativa información comparativa concursal que pone de manifiesto que España es uno de los países europeos en los que menos concursos se producen. Sobre todo en relación con las pequeñas empresas, que ven en el procedimiento concursal un castigo y rigor excesivos. Los autores apuntan algunas razones que pueden justificar esa aversión del deudor, que valoran como racional, al sometimiento de su estado de insolvencia al procedimiento legalmente previsto.


No me parece dudoso que algunas de esas razones sean certeras, al igual que otras que intentan interpretar ese fenómeno propio del comportamiento empresarial colectivo. No es sino una opinión, pero creo que estamos también ante un problema “cultural”. Nuestro ordenamiento no ha alejado de los procedimientos de insolvencia el cariz represivo y sancionador que inspiraba el régimen de la quiebra. El concurso sigue siendo visto como un escenario negativo e indeseable por la mayoría de los empresarios, en especial ante la perspectiva de una calificación culpable.  Esa misma visión es esgrimida por los acreedores a la hora de obtener una mejor satisfacción de sus créditos. Por no mencionar el reproche social que pende sobre quien se haya visto implicado en un concurso. En esos aspectos existe una diferencia notable con la legislación y experiencia europea y norteamericana, en las que se admite con carácter general que la insolvencia tenga en la mayoría de las ocasiones un fundamento fortuito o estrictamente económico, para cuya superación el deudor debe encontrar en el ordenamiento una tutela que le permita proponer a sus acreedores una solución que permita su continuidad o la liquidación ordenada de la empresa. Existe igualmente una diferencia en la apreciación social de los gestores empresariales: pocas actuaciones merecen un mayor reconocimiento que la capacidad de llevar a una empresa a superar una situación de insolvencia.

Junto a ello, tal y como señalan los autores en la entrada comentada, hay aspectos vinculados con el propio procedimiento (en especial, su tramitación, duración y costes) en los que el ordenamiento está llamado a avanzar en la adaptación del concurso a las circunstancias personales y patrimoniales del deudor. El riesgo de no hacerlo es que se generalice la “insolvencia irregular”: aquella que se produce y “soluciona” al margen del procedimiento legalmente previsto, como un mero y desordenado hecho que lesiona, sobre todo, los intereses de los acreedores.

Por si los autores de esa interesante investigación quieren avanzar en otro aspecto que me parece igualmente interesante, les sugiero una  comparación entre la carga de trabajo que soportan los órganos jurisdiccionales competentes en los Estados europeos y la duración media de los concursos.

Madrid, 5 de enero de 2012