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miércoles, 23 de junio de 2010

Deber de vigilancia de los consejeros y responsabilidad penal por omisión

La jurisprudencia penal que se ocupa de la aplicación de las normas relativas a lo que genéricamente podemos llamar la delincuencia económica suele plantear dos dudas fundamentales desde la perspectiva mercantil. La primera es la de la frecuente dificultad con la que uno topa a la hora de saber discernir las razones que llevan a que una determinada conducta acabe siendo corregida en el ámbito criminal, mientras que otras no llegan a esa jurisdicción y su reproche se plantea ante los Tribunales del orden civil. Sobre ello volveré en una próxima entrada al hilo de la reforma del Código Penal (CP).

La segunda duda que suele surgir es la de la interpretación de los preceptos penales por medio de la aplicación de disposiciones mercantiles. A este último respecto me permito compartir algunas reflexiones a partir de la lectura de la interesante Sentencia nº 234/2010, de la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo de 11 de marzo de 2010.

El problema fundamental que tuvo que resolver dicha sentencia era el enjuiciamiento de los recursos contra la Sentencia de la Audiencia Provincial de Las Palmas que había condenado por un delito de apropiación indebida, considerando que algunos de los condenados habían sido responsables de su comisión por omisión. Si se tiene en cuenta que esa responsabilidad penal se fundamentaba en la pertenencia a un Consejo de Administración, nos acercamos como es evidente al problema del gobierno societario y al contenido de los deberes exigibles a los consejeros.

En este caso, de los tres miembros del Consejo de Administración, los hechos situaban a uno de ellos en una posición de claro protagonismo penal, puesto que se le reprochaba la apropiación de cantidades recibidas de los clientes para su inversión en títulos hipotecarios, que en realidad no se producían. A los otros dos miembros del Consejo de Administración –un matrimonio que también tenía la condición de accionista y cuyos integrantes fueron consejeros durante más de diez años- se les reprochaba el incumplimiento de su deber de vigilancia del primero de los consejeros, autor de la apropiación de los fondos de la clientela. Estos dos últimos consejeros fueron condenados por la Audiencia Provincial de Las Palmas, si bien su condena ha sido revocada por el Tribunal Supremo en la Sentencia que comento, que se presenta acompañada de un voto particular que acredita el interés del debate jurídico suscitado. Éste gira en torno a la conexión entre el art. 11 CP con los arts. 127 y 133 de la Ley de Sociedades Anónimas (LSA), todo ello en relación con el deber de diligencia del administrador.

Para una adecuada valoración del caso, comenzaré transcribiendo los hechos probados en cuanto a la conducta de los condenados que resultaron absueltos al estimarse su recurso de casación:

“Los acusados, Juan Antonio y Regina formaban parte del Consejo de Administración de Gesfinsa. En tal condición, y a pesar de dedicarse al tráfico mercantil como comerciantes y haber invertido en obligaciones hipotecarias unos treinta millones de pesetas, no realizaron, de forma consciente, acción alguna ni adoptaron ningún acuerdo social a fin de evitar el desequilibrio patrimonial de la entidad, reflejado en el balance de Gesfinsa del año 1997, en el que en concepto de acreedores a corto plazo figuraban más de quinientos millones de pesetas y, en cambio, los títulos en poder de los inversores sólo ascendían a 250.837,500 pts, facilitando con ello que el acusado Valeriano pudiera realizar todas las operaciones descritas.

El acusado Juan Antonio acudía con regularidad a la sede social de Gesfinsa y, además, cedió a la empresa uno de los locales del matrimonio en el Sur de la isla para que Valeriano pudiera captar también clientes en esa parte de Gran Canaria. Asimismo las cuentas anuales del ejercicio 1996 fueron aprobadas por los tres acusados, Valeriano, Juan Antonio y Regina, y presentadas en el Registro Mercantil con las firmas de Valeriano y Juan Antonio”.

La condena recaída sobre ambos se pronuncio en los siguientes términos:

"Asimismo, debemos condenar y condenamos a los acusados Juan Antonio y Regina como cómplices por omisión, con la concurrencia de la circunstancia modificativa de la responsabilidad criminal prevista en el art. 21.6ª CP en relación con el art 21.5ª CP, de un delito de apropiación indebida previsto y penado en el art. 252 en relación con el art. 250.1 6ª del Código Penal, a las penas, a cada uno de ello, de OCHO MESES DE PRISION, multa de cuatro meses con una cuota diaria de doce euros, con el arresto subsidiario previsto en el art 53 CP, e inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena, condenándoles asimismo al pago solidario de un quinto de las costas procesales”.

En el razonamiento del Tribunal Supremo, el punto de partida es el recordatorio -dentro del Fundamento jurídico segundo- de los principios que presiden el régimen de la comisión por omisión:

“1. El artículo 11 del Código Penal dispone que "Los delitos o faltas que consistan en la producción de un resultado sólo se entenderán cometidos por omisión cuando la no evitación del mismo, al infringir un especial deber jurídico del autor, equivalga, según el sentido del texto de la Ley, a su causación. A tal efecto se equiparará la omisión a la acción: a) Cuando exista una específica obligación legal o contractual de actuar. b) Cuando el omitente haya creado una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión precedente".

El tipo objetivo de la comisión por omisión requiere, pues, la producción de un resultado propio de un delito de acción; la posición de garante en el omitente; que la omisión equivalga en el caso a la producción del resultado; la capacidad del omitente para realizar la acción y la causalidad hipotética.



En la regulación legal, inclinada a la teoría formal del deber jurídico, la posición de garante depende de la existencia de un deber jurídico del autor, que puede derivar de la ley, del contrato o de una injerencia anterior, que le obligue a actuar para evitar el resultado típico.



3. La posición de garante, pues, concurre cuando existe un deber jurídico de actuar, derivado de la ley, del contrato o de una previa injerencia creadora de riesgo, lo que incluiría los casos en los que el deber consiste en el control sobre una fuente de peligro. La responsabilidad por la omisión de la conducta que el deber demanda exige además la posibilidad de actuar y la eficacia hipotética de la acción que se omite”.

El núcleo de la posición del Tribunal Supremo se refiere al alcance del deber de vigilancia de los miembros del Consejo:

“2. En cuanto al deber jurídico, que en el caso se deriva de la ley, los recurrentes, al igual que el autor activo, eran miembros del Consejo de Administración. Como tales debían desempeñar su cargo con la diligencia de un ordenado empresario y de un representante leal e informarse diligentemente sobre la marcha de la sociedad (artículo 127 de la LSA). Pero esa condición no les hace penalmente responsables de todos los actos delictivos cometidos por los demás miembros del Consejo que de alguna forma se relacionen con la actividad de la sociedad, pues no existía una obligación especial de vigilancia respecto de todas y cada una de las actividades de aquellos que fueran más allá de lo autorizado, en relación con la actividad propia de la sociedad y con las normas que la regulan. Los recurrentes no ocupaban respecto del autor activo una posición de superioridad que les confiriera alguna autoridad sobre aquel. Eran, al igual que él, miembros del Consejo de Administración, aunque cada uno ejecutara funciones diferentes.

Los actos del acusado Valeriano, que actuaba como administrador, en cuanto recibía cantidades para la adquisición de obligaciones hipotecarias, se desarrollaban en el marco del objeto social, y, como tales, no presentaban una especial peligrosidad para intereses ajenos que exigiera una especial vigilancia. Los deberes que incumbían a los recurrentes se satisfacían con desempeñar sus propias conductas de forma correcta y con informarse de la marcha de la sociedad, pero no contenían una especial obligación de vigilancia de las actuaciones de los demás miembros del Consejo que alcanzara a todos los aspectos de su conducta e incluyera los delitos cometidos aprovechando sus actividades legales. Nada indica que el cumplimiento de aquellos deberes pudiera haber conducido al conocimiento de las actuaciones delictivas del coacusado, pues actuaba con apariencia de licitud y solo de forma oculta procedía a hacer suyas las cantidades recibidas. Dicho de otra forma, en la información ordinariamente disponible sobre la marcha de la sociedad, de la que los miembros del Consejo deben informarse diligentemente, no tenía que aparecer necesariamente nada que indicara la existencia de la acción delictiva. Y la sentencia nada dice sobre el particular en sentido contrario.



No existía pues, posición de garante, ya que los recurrentes no tenían la obligación de vigilar la actividad de los demás miembros del Consejo de Administración en la ejecución de las actividades propias del giro de la sociedad hasta el extremo de comprobar que no aprovechaban su cargo para cometer alguna acción delictiva”.


Es destacable lo que se dice respecto a la falta de una relación de causalidad entre la omisión del deber legal y los resultados delictivos:

“3. Desde el punto de vista de la causalidad hipotética, es decir, de la capacidad de la acción omitida para evitar el resultado, nada se dice en la sentencia. Se hace una referencia a que omitieron actuar como miembros del Consejo a pesar de conocer el desequilibrio patrimonial de la sociedad, pero no se explica cómo tal actuación, que de ser pertinente daría lugar, en su caso, a la disolución en la forma y condiciones previstas en el artículo 260 y ss. de la LSA, hubiera podido evitar la recepción y distracción de dinero que tuvo lugar en momentos anteriores al conocimiento del balance, o en qué medida hubiera evitado las actuaciones posteriores, ya que el conocimiento del balance no implica el de la actividad delictiva y la disolución no es inmediata ni automática, pudiendo alcanzarse otras soluciones”.


El argumento decisivo para la estimación del recurso es el análisis del conocimiento que los condenados tenían de los actos delictivos del principal gestor de la sociedad, como presupuesto de la exigibilidad del deber de vigilancia. Adviértase que el Tribunal Supremo parte de la solución acogida por el art. 133.3 LSA:

“Según el artículo 133.3 de la misma Ley, después de decir en el apartado 1 que "Los dministradores responderán frente a la sociedad, frente a los accionistas y frente a los acreedores sociales del daño que causen por actos u omisiones contrarios a la Ley o a los estatutos o por los realizados incumpliendo los deberes inherentes al desempeño del cargo", establece que de los actos o acuerdos lesivos realizados o adoptados por el Consejo, responderán solidariamente todos los miembros "...menos los que prueben que, no habiendo intervenido en su adopción y ejecución, desconocían su existencia...". La responsabilidad social se excluye, pues, por el desconocimiento del acto lesivo.

Puede plantearse si es posible hacer equivalente al conocimiento seguido de la omisión, la situación de quien no sabe a consecuencia de su incumplimiento consciente de su obligación, o de su negligencia, pues estaba obligado a saber, o al menos a realizar los actos de vigilancia que conducirían a saber. Dicho más precisamente, si quien omite los deberes de vigilancia sobre la actividad de terceros respecto de los que tenga alguna autoridad (para ordenar una conducta o impedirla), que le permitirían conocer el riesgo y actuar para evitar el resultado, es responsable de éste por omisión.

La cuestión nuevamente debe remitirse al contenido y alcance de la obligación de vigilancia en relación con las características de la actividad en cuanto creadora de riesgos para terceros.

En la sentencia impugnada se dice que se conocía "el tipo de negocios" que realizaba. Ello se atribuye a que el recurrente había realizado operaciones de mediación en la adquisición de obligaciones hipotecarias con el coacusado antes de la constitución por todos ellos de la sociedad que se dedicaría a esa actividad, y al hecho de que el recurrente acudía con frecuencia a la sede social, e incluso a que había cedido un local del matrimonio para que el coacusado captara clientes. De todo ello se puede obtener de forma racional que conocían, al menos el recurrente, que el coacusado se dedicaba a la realización de operaciones propias del tráfico de la empresa, pero no alcanza para afirmar que eran sabedores de que no daba al dinero que recibía el destino pactado, que lo empleaba en su propio interés y que no cumplía, en ese aspecto, con las obligaciones que para él se desprendían de los contratos que suscribía. Es cierto que la adquisición de obligaciones hipotecarias puede ser una operación de cierto riesgo, en función de las condiciones de cada operación. Pero se trata de un riesgo económico que nada tiene que ver con la conducta de distracción que se imputa al coacusado.

En cuanto al incumplimiento de las obligaciones de vigilancia, es preciso que éstas, en su configuración, se extiendan a la conducta delictiva. Y en el caso, no puede establecerse que de la condición de miembros del Consejo de Administración se desprenda una obligación de vigilar, de tal amplitud, que comprenda cualquier actividad delictiva que pudieran cometer los demás consejeros y que tuviera alguna clase, cualquier clase, de relación con la actividad social, concretamente si, en algunas ocasiones, hacía suyo el dinero recibido en lugar de darle el destino pactado, aunque formalmente tal finalidad apareciera cumplida. Como ya se ha dicho, la actividad, en sí misma no suponía un peligro especial que precisara del permanente control y vigilancia de terceros, y en la sentencia no se precisa ningún dato que hubiera podido indicar a los recurrentes que el coacusado aprovechaba la actividad de la sociedad para delinquir en su propio provecho, perjudicando tanto a la sociedad como a los socios”.


La posición de la Sala encuentra la discrepancia del Magistrado D. Enrique Bacigalupo, quien formula un voto particular en el que señala cuál es el punto fundamental de su disconformidad con el criterio mayoritario:

“El disenso se refiere al punto de partida de la sentencia de la mayoría, en tanto niega el alcance del deber de garantía de los miembros de un consejo de administración establecido por la Audiencia Provincial.

En este sentido, partiendo de que el art. 127.1 LSA impone a los miembros del consejo de administración actuar con la diligencia de un ordenado empresario y de un representante leal e informarse sobre la marcha de la sociedad, la mayoría llega a la conclusión de que de esa disposición no puede ser deducida "una obligación especial de vigilancia respecto de todas y cada una de las actividades que fueran más allá de lo autorizado, en relación con la actividad propia de la sociedad y con las normas que la regulan". Asimismo, se dice en la sentencia que "es cierto que se declara probado que omitieron cualquier actuación respecto del desequilibrio patrimonial de la sociedad", pero que "los deberes que incumbían a los recurrentes se satisfacían con desempeñar sus propias conductas de forma correcta y con informarse de la marcha de la sociedad, pero no contenían una especial obligación de vigilancia de las actuaciones de los demás miembros del consejo que alcanzara todos los aspectos de su conducta e incluyera los delitos cometidos aprovechando sus actividades legales" (Fº Jº tercero, 2.). Este punto configura la cuestión sobre la que se manifiesta la diversidad de criterios”.

Sostiene que el art. 11 CP es una ley penal en blanco, puesto que el contenido del deber cuyo cumplimiento u omisión deben evaluarse sólo puede contemplarse recurriendo a la legislación societaria. Se remita a la LSA en los siguientes términos:

“La LSA no establece tampoco los deberes de los miembros del consejo de administración individualizadamente, los globaliza refiriéndose a los que incumben a un "ordenado empresario". El concepto de "ordenado empresario" es, por lo tanto, el complemento jurídico-normativo que proviene la Ley de Sociedades Anónimas (art. 127.1) y, como tal, un elemento normativo del tipo de la comisión por omisión, que requiere una definición de su contenido. Se trata de un elemento normativo de los que en la teoría se denominan "empírico-culturales", pues se relacionan con una realidad cultural existente. Consecuentemente, es preciso definir su contenido sobre la base los valores culturales vigentes en una determinada sociedad.

La posición de garante puede surgir de deberes de protección o de deberes de vigilancia. Los primeros imponen al garante el cuidado de determinados bienes jurídicos frente a los eventuales peligros que pudieran amenazarlos. Los deberes de vigilancia, por el contrario, tienen la función de cuidar una posible fuente de peligros para evitar que se lesionen bienes jurídicos ajenos, en este caso el patrimonio de los inversores. No cabe duda que un ordenado empresario tiene el deber de vigilar la legalidad de la actuación de la sociedad de cuyo consejo de administración es miembro y, en tanto las sociedades sólo actúan mediante acciones de sus representantes y directivos, esa vigilancia tiene que extenderse a las acciones de los representantes y directivos realizadas dentro de sus competencias sociales. Es obvio que quienes tienen un deber de vigilancia no pueden invocar respecto de los vigilados el principio de confianza, que autoriza a suponer que otros -respecto de los que no existe un deber de vigilancia- se comportarán de acuerdo a derecho. Es claro que si en estos casos pudiera ser invocado el principio de confianza se anularía el deber de vigilancia del garante”.


En su opinión, los consejeros tienen un deber de vigilancia que alcanza la comisión de actos delictivos por otros miembros del Consejo:

“Desde el punto de vista de quien suscribe, por el contrario, un ordenado comerciante tiene la obligación de vigilar que otros miembros del consejo de administración no distraigan dinero de la sociedad. No habiendo delegación de funciones en el sentido del art. 141 LSA -como en el presente caso- ese deber incumbe a todos los miembros del consejo de administración. Mucho más en el caso de una sociedad anónima cuyos tres socios ejercen conjuntamente la administración.

Es cierto que la ley vigente de sociedades anónimas no prevé un consejo de vigilancia, como lo hacen otras leyes europeas. Sin embargo, no parece adecuado deducir de ello que el consejo de administración no tenga la obligación de vigilar el cumplimiento del derecho y, por lo tanto, de los delitos que pudieran cometer los miembros del mismo en el ejercicio de la administración en el ejercicio de tal función.

Por lo pronto el art. 133 LSA responsabiliza a los administradores de los daños que causen por actos "realizados sin la diligencia con la que deben desempeñar el cargo" (art 133.1 LSA). La diligencia debida, como es claro, sólo se satisface cuando el obligado se informa suficientemente sobre la marcha de la sociedad y, sobre todo, de la legalidad de esa marcha. Es difícil admitir que un miembro del consejo de administración desempeña su cargo diligentemente cuando se lo exime de comprobar la legalidad de la actuación de los representantes o de otros miembros del consejo, especialmente cuando existen razones -como en este caso- para sospechar una distracción de dinero en perjuicio de los inversores.

El mismo art. 133. 1 LSA exige responsabilidad de los administradores "por actos contrarios a la ley", entre los que, obviamente, se encuentran los delitos, y, en su apartado 2, extiende, bajo ciertas condiciones, esta responsabilidad incluso a los actos de otros administradores. Sólo excluye la responsabilidad cuando los administradores no conocían los actos o, cuando los conocían, cuando prueben que "hicieron todo lo conveniente para evitar el daño". Estas normas son claramente reveladoras del deber de vigilancia que incumbe a los administradores ante actos de indiscutible ilegalidad como la distracción de dinero.



Basta considerar las modernas exigencias del derecho mercantil contable, las recomendaciones establecida en el Código Unificado de Buen Gobierno Corporativo y los valores de la cultura empresarial que han sido subrayados por los responsables financieros y los especialistas en gobierno corporativo para comprobar que la extensión dada a los deberes de un ordenado empresario forman parte de la cultura empresarial actual, que exige un alto nivel de exigencia en el cumplimiento de los deberes de vigilancia.



Por lo tanto, de los valores culturalmente reconocidos es posible inferir sin la menor fricción que el deber de vigilancia de un ordenado empresario, que forma parte de un consejo de administración, requiere, al menos, evitar activamente que algún miembro del mismo desvíe los fondos recibidos de los inversores hacia fines diversos de los establecidos contractualmente con ellos, que es precisamente, lo que ocurrió en este caso.



No requiere ninguna compleja argumentación sostener que los acusados hubieran podido impedir la continuación de los daños que finalmente se produjeron, porque ello es evidente. Estaba dentro de sus facultades decidir la interrupción de las operaciones en las que se prometía un altísimo interés que no sería posible satisfacer y contaban con la mayoría necesaria dentro del consejo de administración para hacerlo”.


Confío que la larga transcripción de los argumentos principales de la Sentencia y del Voto particular hayan convencido al lector de que estamos ante un debate interesante, en especial si lo enlazamos con las contribuciones doctrinales y jurisprudenciales que, desde la perspectiva mercantil, se ven afectadas por la posición adoptada por la Sala 2ª de lo Penal del Tribunal Supremo. Pienso que en ambas posturas expresadas en la Sentencia reseñada subyace, junto a la construcción jurídica respectiva, una valoración distinta de los hechos. Por supuesto que pueden hacerse muchas matizaciones a partir del tamaño de la sociedad y de otras circunstancias ampliamente invocadas (composición del Consejo, naturaleza retribuida o no del cargo, etc.), pero no es dudoso que nociones como la de la culpa in vigilando o la del modelo “supervisor” del Consejo cobran especial significación a la vista de esa Sentencia.

Madrid, a 23 de junio de 2010